La corrección de estilo y sus raíces

Antes de que apareciera la imprenta la corrección de escritos ya existía. Los monjes copistas reproducían los libros mediante el sistema de pecia (pieza) con una bien establecida división del trabajo para suprimir errores y garantizar la calidad de sus versiones: incluso muchas de las marcas que se usaban en la corrección de estilo antes de la era digital ellos las idearon.

Pero la historia de la corrección de estilo no comienza ahí. Antes de nuestra era, escribir en las tablillas fue una profesión muy codiciada; por ello los escribas babilónicos fueron una clase poderosa y privilegiada, más que simples artesanos de la escritura. Su escuela se llamaba «Edubba», que quiere decir «Casa de las Tablillas».

Aprender este oficio requería de mucha disciplina; entre otras cosas se les recomendaba con mucha insistencia a los jóvenes aprendices que evitaran el exceso en las buenas comidas y bebidas para conservar el pulso firme, lo mismo que las relaciones frecuentes con mujeres y todo tipo de trabajos pesados.

Ya en los siglos XII y XIII las universidades no sólo difundieron el conocimiento sino también fomentaron una nueva fuente de trabajo: la de los copistas laicos. En principio eran copistas que abandonaban el monasterio para establecerse en la aldea y reproducir los textos autorizados que requerían los estudiantes ricos.

Al igual que todos los trabajadores de la época, los copistas laicos también establecieron su gremio (el de los calígrafos), con maestros y aprendices. El tiempo mínimo de aprendizaje, consideraban los maestros calígrafos, debía ser por lo menos de siete años; siempre bajo una estrecha vigilancia.

Antes de ese tiempo los aspirantes no podían siquiera pensar en crear la obra de arte que les daría el título de copistas independientes y les permitiría instituir su propio taller; respetando la consigna de que debería hacerlo lejos del de su maestro, para evitar la competencia.

De la misma manera que los copistas monacales, los laicos también se especializaron en tareas distintas pese a que dominaban todos los estilos de escritura y eran capaces de escribir de cualquier tipo. Entre los monjes, el scripturarius vigilaba la sala de los copistas y ejercía al mismo tiempo las funciones de bibliotecario (armarius); otro, el bibliographari, se encargaba de escribir el manuscrito.

Uno más, el pergaminero o pergolara, tenía la responsabilidad de preparar el pergamino y la tinta; otro, el iluminatore o rubicatore, era quien adornaba el libro con ilustraciones de colores; finalmente el bibliopeges, era el monje dedicado a encuadernar los libros.

Como es natural, pese a la particularidad de sus labores los copistas también cometían errores. De ahí que el corrigere (el que corrige o elimina errores) fuera el monje encargado de cotejar la versión copiada con la original para que estuviera libre de errores u omisiones.

La palabra «corregir» deriva de las voces latinas cum, que significa cabalmente, conjuntamente; y rigere, de regere, enderezar, conducir derecho, dirigir, gobernar, guiar. De rigere viene también corregidor, virrey, rector, rey, reina, rico, riqueza, ruego, insurgente, arrogante, derecho, directo, dirigir, América, Austria, Enrique, Puerto Rico, Ricardo y Villarreal, entre otros muchos vocablos. Un detalle importante para los correctores actuales es que la partícula cum deja muy claro que el trabajo siempre es colaborativo.

El corrigere indicaba, como ahora, el error y su corrección al margen de la hoja. Cuando la falla no era muy grave, el propio copista raspaba el pergamino y sobre la enmienda volvía a escribir. Si se trataba de una palabra omitida y no podía insertarse, el corrector la escribía en el margen y donde debía ir ponía un dedo para señalar su ubicación.

Cuando las omisiones eran de líneas o de párrafos, los trucos para hacer los añadidos resultaban verdaderas obras de arte: las correcciones se escribían al pie de la página para que el ilustrador se las ingeniara y, por medio de figuras que parecían subir al lugar deseado, se encuadraba el texto olvidado.

ilustración de copistas
Biblioteca Británica, Arundel 38, f. 65r

Con la invención de la imprenta la corrección dejó de ser un trabajo propiamente dicho; es decir, quienes empezaron a desempeñar esa labor lo hacían no por una mera remuneración económica ya que se trataba de maestros universitarios, verdaderos sabios que revisaban los escritos de manera minuciosa.

Y es que, contrariamente a lo que muchos creen, la corrección de estilo no es sólo leer para hallar alguna falla ortográfica (eso le compete al lector de galera, más modernamente corrector ortotipográfico): corregir estilo es, en ocasiones, incluso traducir en el propio idioma las tareas del autor.

Por eso es preciso que la persona que hace corrección de estilo esté atenta a detectar y enmendar posibles errores; buscar la manera de mejorar la redacción de algunas oraciones confusas; quizá añadir alguna explicación o información que complemente los temas tratados o sugerir alguna supresión que aligere el texto.

El corrector y la correctora deben cuidar que el autor (o autora) no caiga en inexactitudes o incorrecciones. Acción muy común ya que el proceso de traducir las ideas en letras y signos es, a más de complejo, algo muy distinto al de la corrección.

El corrector, desprovisto de la pasión del autor y con la mente puesta por completo en la claridad del escrito, cuida tanto de la sintaxis como de la ortografía, de la precisión de las palabras en general, de la intención del autor y del sentido de la publicación; al mismo tiempo vigila el estilo editorial, que es la personalidad de quien ha pública la obra.

Por Ana Lilia Arias.
Publicado en La Jornada Semanal, 1993.

La corrección de estilo y sus raíces

2 pensamientos en “La corrección de estilo y sus raíces

  1. Ana Lilia, sencillo, claro y conciso. Fue útil y placentero seguir las líneas y las imágenes. Gracias.

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